Lunes, 03 de diciembre, 2018

Seis años después, el recuento de los daños en materia de derechos humanos del gobierno saliente es lamentable, y aún quedan por revelar muchos terribles acontecimientos que no han logrado salir a la luz pública. El legado del presidente saliente se ha traducido en cifras y hechos escalofriantes: más de 37 mil personas desaparecidas – de estas cerca de 60% han desaparecido en los últimos seis años-, múltiples casos de ejecuciones extrajudiciales cometidas por fuerzas de seguridad; y una práctica de la tortura generalizada, que incluye la tortura sexual, como mecanismo común en el sistema de justicia


El 30 de noviembre es el último día oficial de trabajo del presidente Enrique Peña Nieto, quien deja como legado una de las peores crisis de derechos humanos en todo el hemisferio. Un legado compartido y fruto de un cúmulo de fracasos y malas decisiones de su gobierno y de los que lo antecedieron.

Cuando Peña Nieto tomó posesión hace seis años, México ya estaba sumido en una grave crisis de violencia, con miles de personas atrapadas entre el fuego cruzado de una llamada “guerra” contra el narcotráfico.

Durante su campaña electoral, Peña Nieto prometió atender la crisis con estrategias diferentes; ahora, queda claro que esas promesas solo fueron retórica. En vez de cambiar las estrategias, reforzó la militarización, creando un campo fértil para la comisión de gravísimas violaciones a los derechos humanos.

En febrero del 2014, y con la esperanza de poder influir en un cambio drástico de estrategia, donde los derechos humanos estuvieran en el centro de la acción estatal, el entonces Secretario General de Amnistía Internacional, Salil Shetty, y yo nos reunimos con Peña Nieto en Los Pinos. Como México siempre había sido prioritario para Amnistía Internacional y, en reconocimiento a la compleja situación que el país enfrentaba, en dicha reunión le comunicamos al presidente que estaríamos estableciendo en el siguiente año nuestro Secretariado Internacional para las Américas con sede en la Ciudad de México. También durante la reunión se le entregó a Peña Nieto, y a los miembros de su gabinete un documento con preocupaciones y recomendaciones concretas, recogidas de nuestra experiencia en el terreno y de las múltiples voces legitimas de las víctimas y organizaciones de derechos humanos nacionales.

El presidente Peña Nieto dijo estar sumamente preocupado por la situación de derechos humanos en el país, y se comprometió a tomar medidas concretas para avanzar sobre los temas discutidos, girando instrucciones a cada uno de los miembros de su gabinete presentes en la reunión, entre ellos el Secretario de Gobernación, el Canciller y el Procurador General de la República. A pesar de la cautela que se impone en el trabajo de defensa de derechos humanos, y el escepticismo ante las promesas gubernamentales, salimos de aquella reunión cautelosamente optimistas. Sabíamos que los retos eran enormes, pero esperábamos que el gobierno tomara acción y diera el giro necesario para cambiar las cosas.

Seis años después, el recuento de los daños en materia de derechos humanos del gobierno saliente es lamentable, y aún quedan por revelar muchos terribles acontecimientos que no han logrado salir a la luz pública. El legado del presidente saliente se ha traducido en cifras y hechos escalofriantes: más de 37 mil personas desaparecidas – de estas cerca de 60% han desaparecido en los últimos seis años-, múltiples casos de ejecuciones extrajudiciales cometidas por fuerzas de seguridad; y una práctica de la tortura generalizada, que incluye la tortura sexual, como mecanismo común en el sistema de justicia. Los últimos dos años han sido los más violentos en la historia reciente, con una media mensual de más de dos mil homicidios dolosos; los feminicidios son una epidemia en todo el territorio nacional; el país se ha convertido en uno de los más peligrosos del mundo para personas defensoras de derechos humanos y periodistas; y la discriminación y desigualdad siguen siendo flagelos que afectan a la mayoría de la población, con la impunidad y la corrupción como la norma.

En septiembre del 2014, el mismo año en que escuchábamos las promesas del gobierno, un hecho atroz marcaría no solo el sexenio de Peña Nieto, sino la propia historia del país. Estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa en Guerrero fueron atacados por las fuerzas de seguridad, esas mismas que debían protegerles. El resultado del ataque fue una de las grandes tragedias emblemáticas de la crisis de derechos humanos y el fracaso del sistema. Seis personas fueron asesinadas, decenas fueron heridas, y 43 estudiantes fueron sujetos de desaparición forzada. Hasta ahora se desconoce su paradero.

Lo que siguió fue una serie de acontecimientos y respuestas del estado que pusieron en descubierto la absoluta incompetencia, falta de voluntad política para atender la crisis, y la indolencia con la que el gobierno de Peña Nieto trataría todos los casos de graves violaciones a los derechos humanos. A pesar de los esfuerzos de las familias de los 43 estudiantes, de las organizaciones de derechos humanos que valientemente las acompañan, y de la indignación de la sociedad y la comunidad internacional, el gobierno se aferró a la construcción de una “verdad histórica,” que de verdad tenía poco, con el fin de encubrir crímenes de derecho internacional. Ni la evidencia presentada por un grupo de expertas y expertos internacionales, ni las múltiples denuncias de irregularidades y fabricación de pruebas, ni la condena y las campañas globales demandando justicia, lograron que Peña Nieto y su gobierno tomaran con la seriedad debida este caso y toda la profunda crisis en la que sumieron al país.

La intolerancia a la crítica y a las propuestas de la sociedad civil ha sido una de las características principales de las reacciones del gobierno de Peña Nieto ante los retos en materia de derechos humanos. Los múltiples ataques frontales, acompañados de campañas de desprestigio y de espionaje, a las organizaciones de derechos humanos, y hasta a los mecanismos regionales y de las Naciones Unidas, fueron una marca de su administración.

En el 2015, recuerdo haber asistido a la presentación del informe en Ginebra del entonces Relator Especial de Naciones Unidas sobre la Tortura, el prestigioso abogado de derechos humanos Juan Méndez, donde exponía como la tortura se había convertido en una práctica generalizada en el país. La respuesta gubernamental ante las conclusiones de Méndez no solo fue imprecisa, agresiva y caprichosa, sino también una bofetada a toda la población mexicana, porque con su desdén se perdió la oportunidad de implementar serias recomendaciones de cómo poner fin a una de las practicas que más ensombrece a la justicia y a la posibilidad de acceder a ella. 

Durante este sexenio también han sucedido casos de ejecuciones extrajudiciales, como los de Tlatlaya, Apatzingán y Tanhuato, y múltiples denuncias de graves violaciones de derechos humanos cometidas por fuerzas militares – casi todas en total impunidad, y muchas veces mostrando la colusión de las autoridades con el crimen organizado. Casos como estos revelaron los efectos de la política militarizada de mano dura, de la que mucho se jactaba el gobierno de haber dejado atrás.

Como cierre con broche de oro a esta estrategia de seguridad, Peña Nieto presentó una propuesta legislativa, la Ley de Seguridad Interior, que fue aprobada por el Congreso en diciembre pasado. En esta ley, el gobierno pretendió institucionalizar su fracasada estrategia militarizada y poner el control de la seguridad pública en manos del ejército y de la marina, el mismo mando militar que había causado tantas violaciones a los derechos humanos durante el sexenio. La ley finalmente sería recientemente declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y con la decisión se abriría la posibilidad de adoptar una estrategia distinta para atender la crisis de seguridad que afronta el país.

La falta de justicia ha sido otra de las grandes deudas que deja esta administración. Las víctimas de violaciones a los derechos humanos quedan, con la partida del gobierno de Peña Nieto y sin que haya claridad de que el nuevo gobierno luchará contra la impunidad, en una gran vulneración y con un camino difícil para alcanzar la verdad, la justicia y la reparación tan necesarias para la construcción de un futuro que no permita la repetición de tanta atrocidad y sufrimiento.

Sin embargo, y a pesar de este panorama desolador, desde Amnistía Internacional hemos aprendido en nuestras casi seis décadas de existencia que la justicia llega, a veces tarde, pero llega al fin. Y aquí estaremos, junto con las valientes personas defensoras de los derechos humanos y sus organizaciones, acompañando la lucha de las víctimas, y con la evidencia recogida en estos años.