Jueves, 27 de febrero, 2020
“Uno sale de su país para salir adelante. Porque, para echarse a morir, uno se queda allá.” Eso le dijo Khristopher a un equipo de Amnistía Internacional en Bogotá, cuando lo entrevistamos para conocer su experiencia como venezolano viviendo en Colombia.
Khristopher es tan solo uno de los 4,8 millones de personas que se han visto obligados a huir de un país que atraviesa una emergencia humanitaria tan grave que hoy en día la salida de sus ciudadanos constituye la segunda crisis de refugiados más grande del planeta, después de Siria.
El informe anual que Amnistía Internacional publica hoy sobre la situación de derechos humanos en las Américas en 2019 nos invita a pensar sobre un continente entero en movimiento. A pesar de que no haya un conflicto armado activo en este hemisferio lleno de paisajes naturales hermosos y una cultura viva e interesante, hay varias crisis de personas migrantes y refugiadas cruzando fronteras y en cada una de ellas hay historias de niñas, niños y familias enteras intentando desesperadamente reconstruir sus vidas en un lugar seguro.
Aparte de Venezuela, los países centroamericanos de Guatemala, Honduras y El Salvador siguen siendo demasiado violentos y demasiado pobres para que sus ciudadanos puedan tener una vida digna. Esto les obliga a realizar viajes llenos de peligros y penurias por México con el propósito de quedarse en ese país o intentar vivir el famoso “sueño americano” en Estados Unidos.
Cuando Donald Trump anunció en 2015 que construiría un muro en la frontera con México muchos pensábamos que no era técnica ni físicamente posible. El complejo terreno de más de 3,000 kilómetros presentaba demasiadas dificultades para un proyecto de esta envergadura. Pocos previeron que Trump y su administración, una vez instalados en la Casa Blanca, construirían otro muro, un “muro invisible” edificado con leyes, prácticas y políticas públicas que poco a poco han ido destruyendo una institución clave en el derecho internacional: el derecho de toda persona a solicitar y obtener refugio cuando su vida o su integridad física están en riesgo en su país de origen.
Bajo la política conocida comúnmente como “Permanecer en México”, desde enero de 2019, las autoridades estadounidenses han enviado más de 60,000 solicitantes de asilo a esperar en México –usualmente en estados fronterizos con altos niveles de violencia– mientras sus solicitudes son tramitadas. Esto es un ejemplo de la existencia de un muro que no tiene ladrillos y cemento pero que afecta y lesiona la dignidad de miles de personas que huyen de realidades difíciles de imaginar: que tus hijos sean reclutados por una pandilla violenta en una ciudad hondureña o que tu hija pudiese ser abusada sexualmente por un grupo criminal que controla una comunidad pobre de El Salvador con total impunidad.
México no solo ha aceptado el programa “Permanecer en México” sino también ha enviado a la Guardia Nacional, un cuerpo primordialmente militar, a zonas fronterizas a realizar tareas de gestión migratoria que no deberían ser parte de sus facultades. Para complejizar aún más la situación, la administración Trump ha suscrito acuerdos con Guatemala, Honduras y El Salvador para que se conviertan en “tercer países seguros” dispuestos a albergar a solicitantes de asilo enviados por Estados Unidos porque pasaron por sus territorios previamente. Considerando la poca capacidad que tienen estos países para recibir y proteger solicitudes de asilo, no es difícil concluir que el “sueño americano” se ha convertido poco a poco en la pesadilla mesoamericana.
En Nicaragua, por su parte, la crisis de derechos humanos que comenzó en abril de 2018 con la arremetida represiva del gobierno de Daniel Ortega contra las y los ciudadanos que disienten de sus políticas –crisis que continúa hasta el presente– ha obligado a más de 80,000 nicaragüenses a desplazarse forzosamente a otros países, principalmente a Costa Rica.
Si bien en la mayoría de los casos han podido cruzar fronteras, lamentablemente siguen enfrentando grandes dificultades para insertarse en las sociedades de destino, especialmente en el mercado laboral. Esto se debe a obstáculos en el acceso a procesos de regularización eficientes sobre su estatus migratorio, lo cual termina exponiendo a la mayoría a una situación de vulnerabilidad que no contribuye de ninguna manera a la posibilidad de llevar a cabo un nuevo proyecto de vida después de la migración forzada a la que han sido sometidos.
El caso de Venezuela es otro ejemplo de cómo las políticas y sistemas de protección internacional de los países receptores se han convertido en un muro invisible que restringe derechos y afecta las vidas de miles de personas. Al inicio de la crisis, muchos países suramericanos aceptaron a las personas que llegaron huyendo de las violaciones masivas de derechos humanos que se viven en Venezuela. No obstante, a medida que la cantidad de gente fue aumentando, países como Perú, Chile y Ecuador fueron imponiendo requisitos que en efecto obstaculizan o niegan la entrada y permanencia de venezolanos en sus territorios, llegando incluso a la expulsión y devolución de personas en violación del derecho internacional.
Es imperativo que la comunidad internacional mire y comprenda al continente americano en su dimensión humanitaria, en especial con respecto a las personas que día a día salen de sus comunidades de origen en un proceso que ya muchos denominan una “migración del desespero” y que se enfrentan a países que lamentablemente han venido construyendo muros invisibles a través de prácticas y políticas que son lesivas a sus derechos.
Muy probablemente, la movilidad forzada continúe siendo una realidad en el 2020 en las Américas. La región ciertamente se beneficiaría de recibir sin miedo a quienes buscan contribuir al bienestar de los países receptores.
Como nos contó Reinaldo, un venezolano en Argentina, cuando lo entrevistamos para el lanzamiento de nuestra campaña #BienvenidaVenezuela: “Detrás del miedo hay la posibilidad de crecer y de retomar tus sueños, tu vida, y la posibilidad de ser grande”.
Todos queremos un mundo mejor y un proyecto de vida en el que podamos hacer realidad nuestras aspiraciones, por más pequeñas que sean. Las personas migrantes y refugiadas de las Américas no son la excepción. Ya basta de muros.