Lunes, 16 de diciembre, 2019
Damiano, Daniela
Esta no debería ser la respuesta ante una crisis de refugiados sin precedente en el continente. Las personas venezolanas no queríamos salir de nuestro país, sino que fuimos obligadas por un gobierno que no garantiza nuestros derechos a la alimentación y a la salud, y que viola nuestra libertad de expresión. Ahora solo queremos reconstruir nuestras vidas en un lugar seguro
Un discurso xenofóbico, que era usual escuchar desde el norte global, comenzó a sentirse en América Latina y el Caribe, donde se encuentran la gran mayoría de las 4.6 millones de personas venezolanas que hemos salido del país en los últimos años.
En Ecuador, el presidente Lenín Moreno ha relacionado a los refugiados venezolanos con “la delincuencia y el crimen” y promovió la creación de brigadas “para controlar [su] situación legal”. En Brasil, habitantes del pueblo fronterizo de Pacaraima destruyeron los campamentos improvisados de centenares de venezolanos. Y en Trinidad y Tobago, las autoridades niegan su obligación legal de respetar el derecho a buscar asilo y han llevado a cabo deportaciones masivas de personas venezolanas.
Según una encuesta del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, 56.72% de personas venezolanas situadas en otros países de América Latina durante los primeros seis meses de 2019 se han sentido discriminadas.
En Perú, el segundo país en recibir la mayor cantidad de personas venezolanas después de Colombia, los episodios de agresión y estigmatización hacia nosotros, tanto en las calles como en las redes sociales y hasta en el Congreso, han sido cada vez más frecuentes.
El mismo presidente, Martín Vizcarra, ha llevado a cabo deportaciones televisadas, mientras que el ministro del Interior, Carlos Mora, ha afirmado —sin pruebas— que la delincuencia ha aumentado en ciertos distritos de la ciudad como consecuencia directa de nuestra presencia.
En mi caso, salir de Venezuela significaba también buscar acceso a los medicamentos necesarios para tratar mi VIH.
Tengo VIH desde 2009 y, tras mi diagnóstico, comprobé que el sistema sanitario venezolano funcionaba a grandes rasgos. Mes a mes, salvo pequeños retrasos, recibí medicación. Sin embargo, con el tiempo y mientras la crisis crecía, fármacos como la insulina, al igual que las quimioterapias y mi tratamiento contra el VIH fueron desapareciendo.
A las protestas por los derechos a la salud, alimentación, electricidad o agua potable, las autoridades respondieron con lluvias de gas lacrimógeno y desproporcionados despliegues represivos que provocaron destrozos en viviendas, heridos y fatalidades. Detenciones arbitrarias y tortura también han sido denunciadas.
El no poder ni siquiera manifestarnos hizo que Zeus y yo huyéramos, como millones más. Pero las barreras para una persona venezolana en este país cada vez son más grandes.
El 15 de junio de este año, Perú impuso restricciones migratorias a los venezolanos. Así, mientras que ciudadanos de la mayoría de países del continente pueden entrar solo con pasaportes o incluso con un documento de identificación nacional, una persona venezolana necesita sacar una visa. Para obtenerla, entre otros requisitos, es necesario presentar un pasaporte vigente, un acta de nacimiento, un certificado de antecedentes penales, y una tasa consular de 30 USD. El sueldo mínimo de Venezuela es de 150 000 bolívares, más otros 150 000 de bono alimenticio. Al cambio actual, ese total equivale a poco menos de 7 USD.
En el resto de la región, países como Ecuador, Chile y República Dominicana han impuesto restricciones parecidas durante los últimos meses.
Si uno llega a entrar a Perú, conseguir una manera de quedarse puede ser incluso aún más moralmente demoledor: la necesidad de obtener sellos especiales basados en criterios arbitrarios y cambiantes, certificaciones de más de una entidad para corroborar que los contratos laborales son efectivamente legales, dependencias del Estado con filas especiales para venezolanos, muchísimo más largas de lo normal y atendidas por pocos funcionarios. Cualquier detalle es sujeto a revisiones absurdas y siempre cambiantes solo por ser de donde somos.
A raíz de los maltratos, Zeus cayó en una profunda depresión y sufría de fuertes dolores de espalda. Las puertas de la sanidad peruana estaban cerradas para él porque no tenía un contrato legal y en Perú no existe en la práctica un sistema de salud universal que cubra a las personas extranjeras. La situación era insostenible y, entre lágrimas, nos despedimos.
Los gobiernos de América Latina deben garantizar acceso al territorio y permitir a personas venezolanas solicitar protección, así como no entorpecer su integración a través de discursos xenófobos, debido a que están huyendo de una situación de violaciones masivas de derechos humanos. El derecho internacional establece que los Estados no deben devolver a personas a países en los que su vida o su libertad corra peligro.
Quisiera regresar con Zeus a nuestro apartamento en Caracas y formar una familia, pero no puedo. Regresar significa, para mí, enfermedad y muerte. Solo espero que el país donde estoy me acoja, y ruego al liderazgo del mundo y la región que deje de estigmatizarnos.
Esta no debería ser la respuesta ante una crisis de refugiados sin precedente en el continente. Las personas venezolanas no queríamos salir de nuestro país, sino que fuimos obligadas por un gobierno que no garantiza nuestros derechos a la alimentación y a la salud, y que viola nuestra libertad de expresión. Ahora solo queremos reconstruir nuestras vidas en un lugar seguro.
Por Víctor Molina, coordinador de movilización de Amnistía Internacional Perú
Publicado originalmente en Washingtonpost.com