Lunes, 30 de mayo, 2022
Nacer con un determinado color de piel o crecer en una zona con un determinado código postal no debería condenar a una vida de pobreza ni determinar la probabilidad de morir de COVID. Aunque voltear un legado de injusticias coloniales de varios siglos no sea tarea sencilla, los gobiernos pueden dar un paso importante hacia la igualdad adoptando modelos fiscales más progresivos y garantizando el acceso universal a la atención sanitaria
En febrero de 2021 murió por complicaciones de Covid-19 Aruká Juma, último integrante del pueblo indígena Juma. Tras sobrevivir al desplazamiento de sus tierras ancestrales y el exterminio de su pueblo, sucumbió a la pandemia que se propagó rápidamente entre las comunidades Indígenas de Brasil.
Se han visto escenas similares a ésta en la mayor parte de América Latina y el Caribe: el virus propagándose como un incendio descontrolado que afectaba a las personas más vulnerables porque los gobiernos no hacían lo suficiente para protegerlas. Como Amnistía Internacional y el Centro por los Derechos Económicos y Sociales señalaron en el informe “Desigual y Letal” el mes pasado, la región concentra el 28% de las muertes totales por COVID-19, teniendo apenas el 8,4% de la población mundial.
Cabe señalar que ésta no es la única región que ha quedado devastada por la pandemia y las profundas desigualdades. Dirigentes de todo el mundo han fallado a sus promesas de “reconstruir mejor” y velar por un “reajuste global” de la economía, lo que ha consolidado las desigualdades sistémicas que agravaron los efectos de la pandemia, en lugar de reducirlas.
Pero al ser la región más desigual del mundo, la devastación en América Latina y el Caribe ha sido particularmente pronunciada. Las desigualdades estructurales y la discriminación sistémica llevan demasiado tiempo afligiendo a la región, donde el 1% más rico concentra casi un cuarto de los ingresos totales, mientras que el 20% más pobre tiene menos del 5% de estos. La pandemia ha comprometido aún más al acceso a los derechos económicos y sociales, incluido el derecho a la salud y a un nivel de vida digno, y en la región hay ahora 16 millones de personas más que han caído en la pobreza extrema durante los dos últimos años.
El racismo y el sexismo, entre otras formas de discriminación profundamente arraigadas y entrecruzadas, hacen que determinados grupos a los que históricamente se ha privado de sus derechos de forma sistemática sean también los que se han visto más golpeados por la pandemia. Las mujeres están soportando la peor parte de la crisis laboral que ha dejado a millones de personas sin medios de subsistencia: además de tener trabajos más precarios sin seguridad social, muchas mujeres también han tenido que encargarse de una cuota considerablemente mayor de trabajo de cuidados y doméstico no remunerado a causa del cierre de las escuelas y otros espacios. Mientras tanto, ante el abandono de los gobiernos de la región, que llevan decenios sin prestar servicios de salud esenciales y aceptables desde el punto de vista cultural, los pueblos indígenas han tenido que recurrir a soluciones basadas en la comunidad para protegerse frente a las crisis sociosanitarias.
Nacer con un determinado color de piel o crecer en una zona con un determinado código postal no debería condenar a una vida de pobreza ni determinar la probabilidad de morir de COVID. Aunque voltear un legado de injusticias coloniales de varios siglos no sea tarea sencilla, los gobiernos pueden dar un paso importante hacia la igualdad adoptando modelos fiscales más progresivos y garantizando el acceso universal a la atención sanitaria.
Según la Organización Panamericana de la Salud, para proporcionar cobertura universal los Estados deben invertir en salud al menos el 6% de su PIB. A excepción de Uruguay y Argentina, ninguno de los otros 15 países analizados en “Desigual y Letal” alcanza este mínimo. Esto provoca que más de un tercio del gasto total en salud de la región proceda directamente del bolsillo de las familias. Para millones de personas, una enfermedad u otro problema de salud grave puede hacer peligrar su sustento y empujarlas al borde de la pobreza.
La inversión de los Estados en salud pública también debe incluir medidas integrales para erradicar la corrupción endémica que menoscaba el sector. En Perú, que tiene el índice de mortalidad asociada a la COVID-19 más alto del mundo, una de cada cinco personas pagó sobornos en hospitales y clínicas a cambio de tratamiento.
La mayoría de los países no será capaz de cumplir con sus obligaciones en materia de derechos sociales y económicos si no llevan a cabo reformas fiscales de calado para financiar sus políticas. Los impuestos —y la rendición de cuentas que debe ir asociada a ellos— son fundamentales para que los gobiernos se doten de las herramientas necesarias para proteger y garantizar los derechos humanos.
Según el derecho internacional, los Estados tienen la obligación de procurarse los máximos recursos disponibles para alcanzar gradualmente la plena realización de los derechos económicos y sociales. Sin embargo, por término medio los países de América Latina y el Caribe sólo recaudan a través de impuestos el 18% de su PIB, en comparación con el promedio del 33% de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. Además, un porcentaje considerable de estos ingresos ya de por sí bajos procede de impuestos indirectos regresivos, como el impuesto sobre el valor añadido, que repercuten desproporcionadamente en los segmentos más pobres de la población.
Sobre este telón de fondo, no sorprende que, en la mayor parte de la región, la política fiscal haga poco o nada por reducir la desigualdad de ingresos. Con un enfoque más audaz y más justo de la fiscalidad, América Latina y el Caribe no sólo podrían paliar las crisis socioeconómicas que arrasan a las personas más vulnerables, sino que también dispondrían de una vía para salir de la crisis de salud que ha atenazado a la región y prepararse para enfrentar futuras catástrofes.
Toda crisis trae consigo una oportunidad para el cambio. El año pasado debería haber sido un periodo de cura y recuperación en todo el mundo, pero la inacción de los gobiernos acabó convirtiéndolo en una incubadora de mayor desigualdad e inestabilidad que nos hipotecará durante muchos años.
Para evitar que América Latina y el Caribe sigan estando en el epicentro de las catástrofes mundiales —y que se extingan otros pueblos Indígenas como la tribu Juma— los gobiernos deben implementar una recuperación económica que esté basada en derechos y sea inclusiva y justa, y abordar la desigualdad estructural que hace daño a la región. Se necesitan urgentemente acciones decisivas. No eslóganes vacíos.
Agnès Callamard es la secretaria general de Amnistía Internacional y Erika Guevara Rosas es directora para las Américas de Amnistía Internacional.