Lunes, 05 de octubre, 2020
En junio de 2020, Amnistía Internacional envió información al relator especial de la ONU sobre vivienda adecuada, en la que resaltaba las decisiones de distintos Estados en materia de vivienda —o ausencia de ésta— en el contexto de la pandemia
Este año, el lema del Día Mundial del Hábitat (“Vivienda para todos — Un mejor futuro urbano”) no podría ser más adecuado, dada la actual situación de avances y retrocesos de la pandemia de COVID-19. Habida cuenta de que el 90% de los casos conocidos de COVID-19 se produce en áreas urbanas, y teniendo en cuenta la estrecha vinculación entre pobreza y contagio, resulta imperioso analizar, desde un punto de vista crítico, las deficiencias de nuestras ciudades y comunidades.
Como ya apuntó la anterior relatora especial de la ONU sobre vivienda adecuada, el acceso a ésta se ha convertido, más que nunca, en un asunto de vida o muerte. La vivienda es uno de los principales factores determinantes del grado de vulnerabilidad de una persona al peligro de verse o no afectada gravemente por la COVID-19. Es casi imposible protegerse, y proteger a otras personas del virus, si no se tiene un lugar estable y seguro en el que vivir. En todo el mundo, hay unos 1.800 millones de personas sin techo o con viviendas “manifiestamente inadecuadas”. Tener un lugar en el que vivir no reduce de manera significativa el peligro de contagio si éste no reúne unas condiciones mínimas. Quienes viven en viviendas inadecuadas no suelen tener más remedio que vivir o trabajar en estrecho contacto con otras personas y compartir espacios de por sí masificados, por ejemplo a la hora de acceder al agua y a instalaciones sanitarias.
Las personas que viven y trabajan en esas situaciones pertenecen a algunos de los grupos más marginados de nuestras sociedades, y a menudo sufren discriminación por uno o más motivos. Estos grupos incluyen, entre otros, a personas LGBTI, niños y niñas que viven en la calle, personas de edad avanzada, pueblos indígenas, población refugiada y migrante, personas discriminadas por cuestiones de género, ascendencia y empleo, personas con discapacidades o mujeres y niñas, entre otros.
Desde el principio mismo de la pandemia, activistas y personas expertas han resaltado la importancia de hacer valer los derechos humanos a la hora de responder a la COVID-19 y de planificar e recuperación. Ya en marzo de 2020, la entonces relatora especial de la ONU sobre vivienda adecuada instó a los Estados a tomar medidas extraordinarias para garantizar el derecho a la vivienda, de manera que todo el mundo pudiera protegerse de la pandemia. Sin embargo, la actuación de los gobiernos de todo el mundo con respecto al derecho a una vivienda adecuada puede calificarse, en el mejor de los casos, de errática y cortoplacista, y en otros muchos, simplemente, de cruel y temeraria.
En junio de 2020, Amnistía Internacional envió información al relator especial de la ONU sobre vivienda adecuada, en la que resaltaba las decisiones de distintos Estados en materia de vivienda —o ausencia de ésta— en el contexto de la pandemia. Dichas disposiciones iban desde medidas a corto plazo para dar refugio a personas sin techo hasta las suspensiones de desalojos, pasando por sanciones contra personas sin techo por incumplimiento de las medidas de confinamiento o por desalojos forzosos.
En la actualidad, siete meses después del inicio de la pandemia, apenas ha habido cambios, y prosiguen los desalojos forzosos, mientras que algunas de las personas más marginadas de nuestras sociedades viven en condiciones cada vez más precarias y se ven empujadas a vivir en la calle.
Desalojos forzosos
El 11 de mayo, cinco días después del desalojo forzoso de Kariobangi North, el presidente de Kenia anunció —a través del ministro del Interior y de Coordinación del Gobierno Nacional— que “hasta que el país no haya vencido a la COVID-19, no habrá desalojos”.
Asimismo, comunicó que se habían dado órdenes a la policía para que detuviera todos los desalojos, y se había pedido a los agentes de policía que consultaran con la Fiscalía General cualquier orden judicial de desalojo. Sin embargo, esa suspensión ha sido reiteradamente violada, con escasa consideración por los derechos humanos de las personas afectadas y por su exposición a la pandemia.
El caso más reciente se produjo el 1 de octubre, día en que la población residente del asentamiento de Dagoretti Corner fue sometida a un despiadado desalojo forzoso que dejó sin techo a unas 3.000 personas. La demolición de edificios y estructuras, incluidos unos 200 pequeños negocios, se llevó a cabo a instancias de la Empresa Keniana de Energía y Electricidad y de la Compañía Ferroviaria de Kenia —ambas propiedad del Estado—, que reclamaban las tierras ocupadas por el asentamiento. Las personas afectadas, que perdieron sus hogares y medios de sustento, aseguraron a Amnistía Internacional que no habían sido avisadas del desalojo, y que tampoco habían recibido ninguna indemnización ni viviendas alternativas.
“Vivo aquí desde hace casi 20 años, y en cuestión de minutos han echado abajo tanto mi casa como mi negocio. No he tenido tiempo de salvar mis pertenencias, porque no he recibido ningún aviso”, Joyce Wangari, residente de Dagoretti Corner y propietaria de un negocio en el asentamiento.
De igual forma, los días 23 y 24 de septiembre, casi mil residentes del asentamiento informal de Kaloleni (Nairobi) fueron desalojados a la fuerza por la Compañía Ferroviaria de Kenia. Las comunidades de esa zona habían sido ya víctimas de brutales demoliciones de viviendas a manos de la Compañía Ferroviaria de Kenia en agosto de 2018. Al carecer de otras opciones de vivienda, muchas de ellas no tuvieron más remedio que volver a la zona en la que habían vivido y volver a construir a partir de cero. En conversación con Amnistía Internacional, Magdaline Njeri, residente de Kaloleni explicó:
“Desde las demoliciones de 2018 en Kaloleni, no vivimos en paz. No tuvimos otra opción que volver a construir nuestras viviendas en la misma zona. ¡Sencillamente, no tenemos otro lugar adónde ir! Ni siquiera tuvimos tiempo de salvar nuestras pertenencias. Las demoliciones del 23 y el 24 de septiembre llegaron por sorpresa a las 9.30 de la mañana; nadie nos había avisado. Soy una trabajadora eventual, y la COVID-19 está afectando a casi todos los lugares donde me ganaba la vida; la falta se vivienda se ha convertido en una dura realidad para mí Además, tengo un hijo con necesidades especiales, y me resulta muy difícil resistir. No tengo padres ni ningún sitio adonde ir.”
Sin embargo, durante la pandemia, los desalojos forzosos no se han limitado a un país o una región en concreto. Tanto Amnistía Internacional como otras organizaciones los han documentado y denunciado en distintas partes del mundo.
En Italia, pese a ciertas reformas jurídicas y políticas por las que se ha dado la orden de suspender los desalojos durante la pandemia —la última, hasta el 31 de diciembre de 2020—, las autoridades locales han seguido llevando a cabo desalojos forzosos de romaníes. El 11 de agosto, la población residente en el asentamiento informal de Via del Foro Italiaco 531, en Roma, fue desalojada a la fuerza. Asimismo, en Turín, entre agosto y septiembre de 2020, familias romaníes sufrieron en tres ocasiones desalojos forzosos de sus hogares. Estos recientes desalojos forzosos vienen a sumarse a las ya habituales violaciones de los derechos de vivienda de la población romaní perpetradas por las autoridades italianas. Según los medios de comunicación, a lo largo de las últimas semanas, las autoridades locales han anunciado varios desalojos más de campos o asentamientos informales, por lo que preocupa la futura situación habitacional de cientos de personas romaníes, tanto adultos como menores.
Asimismo, resulta significativo que, mientras la localidad indonesia de Surabaya acoge este año el Día Mundial del Hábitat, en otros lugares del país —como Ancol (Yakarta Septentrional) y Tangerang— se lleven a cabo desalojos masivos.
Personas refugiadas en Moria
Aunque no se enfrenten a desalojos forzosos en masa, para las personas refugiadas y solicitantes de asilo en Grecia la COVID-19 ha traído consigo una nueva serie de problemas relativos a la vivienda. A consecuencia de una ley de marzo de 2020, las personas refugiadas y las beneficiarias de protección subsidiaria en Grecia sólo disponen de 30 días desde el momento de su reconocimiento legal para dejar el alojamiento que se les ha proporcionado y buscar vivienda en el mercado de alquiler privado. Antes de marzo de 2020, disponían de un periodo de seis meses para conseguir una vivienda alternativa. El gobierno empezó a implementar este plan desde principios de junio de 2020. Miles de personas refugiadas tuvieron que abandonar los campos en los que se alojaban, a pesar de que en muchas de esas instalaciones todavía había restricciones a la circulación en vigor a causa de la COVID-19. El ACNUR “ha venido expresando continuamente su preocupación ante el hecho de que la asistencia para muchos refugiados reconocidos finalice de manera prematura, antes de que tengan un acceso efectivo a al empleo y a los programas de bienestar social previstos por la ley griega”.
La agencia también ha señalado que las personas refugiadas se enfrentan a “barreras para acceder a la ayuda”. Además, ha subrayado los obstáculos con los que se encuentran muchas personas refugiadas para encontrar trabajo y vivienda en el contexto de las restricciones debidas a la COVID-19. Según varias ONG que trabajan en Grecia, la operación del gobierno puso a muchas personas en peligro de encontrarse sin hogar y en la miseria. MSF lo explicaba así: “tenemos pacientes con cáncer, supervivientes de tortura, madres solteras con enfermedades crónicas y mujeres en avanzado estado de gestación a quienes esencialmente les están diciendo que duerman al raso, sin ninguna ayuda”.
Para empeorar aún más las cosas, el 8 y 9 de septiembre, el superpoblado campo de refugiados de Moria —en la isla de Lesbos, Grecia— fue arrasado por incendios devastadores que lo redujeron a cenizas. Aunque no se registraron víctimas mortales, de la noche a la mañana casi 13.000 personas perdieron el escaso refugio y saneamiento que tenían, así como documentos, objetos personales y medicamentos.
“Conseguimos salvar la vida y sacar de la tienda unas cuantas mantas [...] Yo perdí mi tarjeta de asilo y mi tarjeta bancaria, (sólo tengo) el papel que me dio la policía”. M, solicitante de asilo afgano que vivía con su familia en Moria antes de su destrucción
“Ahora mismo estamos atrapados entre dos grupos de policía, que tratan de empujarnos cada uno hacia el otro grupo; desde hace dos días no tenemos acceso a comida ni instalaciones de aseo adecuadas”, contó P*, solicitante de asilo, tras los incendios.
A partir de mediados de septiembre, las personas residentes en Moria afectadas por el incendio fueron trasladadas gradualmente a un nuevo campo temporal en Lesbos. Sin embargo, durante varios días tras la tragedia, miles de ellas se vieron obligadas a dormir al raso en un tramo de carretera acordonado por fuerzas policiales, sin refugio ni saneamiento adecuados, y con una distribución de comida escasa. En el momento del incendio, al menos 35 solicitantes de asilo habían dado positivo en COVID-19. A medida que se trasladaba a la gente al nuevo campo y, en la entrada, les hacían pruebas de COVID-19, unas 240 personas dieron positivo.
Sin hogar
No cabe duda de que, sin un lugar adecuado en el que vivir, resulta casi imposible poner en práctica cualquiera de las medidas de protección contra la COVID-19 dictadas por los gobiernos y los expertos en salud pública. Para la gente que se queda sin hogar, la COVID-19 constituye una amenaza grave e inmediata para su salud y su vida. Aunque algunos gobiernos han tomado medidas temporales para proteger a quienes carecen de ningún tipo de vivienda (por ejemplo, quienes duermen al raso), el presente y el futuro de estas personas siguen siendo precarios.
Por ejemplo, en marzo, el gobierno de Reino Unido, responsable de las cuestiones de vivienda en Inglaterra y Gales, anunció financiación para que las autoridades locales pudieran ofrecer alojamiento de emergencia y otros tipos de apoyo a quienes no tenían donde dormir. Según cifras gubernamentales, para mediados de abril se había ofrecido alojamiento de emergencia a más del 90% de las personas que dormían al raso en Inglaterra, y para mayo casi 15.000 personas habían recibido alojamiento de emergencia por parte de las autoridades locales. La mayoría de las personas que tenían que dormir al raso en Escocia e Irlanda del Norte también recibieron alojamiento de emergencia. Sin embargo, al llegar agosto, las organizaciones de beneficencia y los medios de comunicación informaron de un notable incremento del número de personas que dormían al raso debido a una serie de factores, como el regreso de algunas personas a las que se había pedido que abandonaran su alojamiento de emergencia a causa de su conducta antisocial, y la creación de un nuevo grupo de personas que se habían quedado sin hogar a causa del cierre de los servicios de apoyo de los que normalmente dependían. Varios expertos han manifestado que el aumento de las cifras podría atribuirse al creciente desempleo y a la incapacidad de quienes realizaban trabajos precarios de pagar sus alquileres.
Groundswell, una organización que trabaja con personas sin hogar, informó que la pandemia había provocado cambios notables en las operaciones de los servicios de apoyo: se habían cerrado albergues nocturnos, habían cesado servicios clave como la evaluación cara a cara para las ayudas por motivos de salud y discapacidad, y se habían interrumpido las citas en las oficinas de empleo para las personas que buscan trabajo. Uno de los principales problemas a los que se enfrentaban quienes eran alojados en hoteles y otros lugares de emergencia era el acceso a comida suficiente, a menudo porque no tenían ingresos (al haber dejado de cobrar los pagos de prestaciones porque ya no reunían determinadas condiciones) o porque recibían comida que tenía que ser cocinada y en su alojamiento no tenían manera de cocinarla. La organización informó también de que muchas personas sin hogar sentían que su salud mental y física se había deteriorado durante el confinamiento.
Aunque los cambios legales introducidos en Escocia e Irlanda del Norte ampliaron los periodos de preaviso para el desalojo de una vivienda de alquiler hasta marzo de 2021, el levantamiento en septiembre de la prohibición de realizar desalojos en Inglaterra y Gales ha suscitado preocupación por la posibilidad de que se produzca otra oleada de desalojos de personas que en los últimos meses se han retrasado en el pago del alquiler. En ausencia de suficientes viviendas asequibles, es probable que miles de familias se enfrenten a la pérdida de hogar.
Tal como señaló el doctor Steven Platts, director general de Groundswell: “Todo el mundo tiene derecho a un hogar seguro. En todo Reino Unido, las barreras existentes en el sistema significan que, para muchas personas, quedarse sin hogar es una realidad. Ahora que nos encaminamos al invierno con el problema añadido de la COVID-19 propagándose por el país, tenemos que utilizar los conocimientos y lecciones que hemos aprendido en los últimos seis meses para diseñar una respuesta efectiva que proteja el derecho de las personas a un hogar, a salud adecuada, bienestar y acceso a alimentos”.
Reconstruir mejor
No cabe duda de que unas soluciones sostenibles y a largo plazo para el problema de la vivienda son uno de los elementos fundamentales para conseguir “Un futuro urbano mejor”. La inacción de los Estados a la hora de planificar adecuadamente y proporcionar viviendas adecuadas ha contribuido a la proliferación de viviendas terriblemente inadecuadas, asentamientos informales y pérdidas de hogar, todo lo cual ha contribuido a una sociedad sumamente desigual y fracturada.
Lo que se necesita ahora va mucho más allá de poner fin a los desalojos forzosos e impedir que la gente duerma al raso, aunque abordar esas violaciones tan extremas del derecho a la vivienda sería un primer paso bien recibido.
A más largo plazo, los gobiernos tienen que comprometerse a proporcionar los recursos necesarios para incrementar el número viviendas sociales y hacer que la vivienda sea asequible y accesible para todas las personas, sin discriminación. Los planes de recuperación de la COVID-19 deben incluir estrategias nacionales de vivienda elaboradas con la participación significativa de todas las partes, incluidos los sectores más marginados, como los residentes de los asentamientos informales, las personas refugiadas y solicitantes de asilo y las personas que se han quedado sin hogar.
Si queremos salir de esta pandemia como comunidades más fuertes y más justas, más resilientes a futuras crisis, los gobiernos de todos los niveles deben evaluar sus medidas de respuesta a la COVID-19 a través de una lente de derechos humanos, y deben emprender acciones para garantizar que las medidas de recuperación no terminan afianzando aún más los patrones de pobreza y discriminación.