Jueves, 07 de marzo, 2019
Cada día nos llegan historias devastadoras de niñas que no sólo sufren tasas endémicas de violencia sexual, sino que también son obligadas a convertirse en madres. Sus casos aparecen en titulares en medios de comunicación nacionales e internacionales, y la sociedad se indigna ante sus testimonios, pero las respuestas negligentes de los gobiernos de la región no han cambiado.
Cuando dos ginecólogos le practicaron una cesárea urgente a una sobreviviente de violación de 11 años en el hospital público Eva Perón de Tucumán, Argentina, en la madrugada del pasado miércoles, salvaron a la niña de una situación potencialmente mortal y harto común en la que las autoridades nunca deberían haberla puesto.
“Nadie en todo el sistema provincial de salud quería hacer la interrupción”, dijo una de los ginecólogos que acudieron al hospital para llevar a cabo la operación después de que el personal del centro se negara a hacerlo por motivos personales.
“Quedamos nosotros solos, pero no la podíamos abandonar”, dijo al sitio de noticias Infobae de Argentina. “Si no interrumpíamos el embarazo esta nena se moría”.
La niña de la provincia de Tucumán fue ingresada en el hospital en enero, al descubrirse que estaba embarazada de 19 semanas porque había sido violada por la pareja de su abuela.
Ella y su madre solicitaron en seguida un aborto, que es legal en Argentina en los casos violación o cuando la vida o la salud de la mujer o la niña corre peligro. Sin embargo, las autoridades impidieron reiteradamente que se le practicara la intervención y se valieron de diversas tácticas de demora durante casi cinco semanas para obligarla, a efectos prácticos, a llevar a término el embarazo en contra de sus deseos y de los de su madre.
Como consecuencia de este calvario, la niña sufrió problemas graves de salud. Estos efectos no son sino violencia institucionalizada y equivalen a tortura.
Lamentablemente, este inquietante caso no es ni mucho menos único en Argentina ni en la región de América Latina y el Caribe en general.
En enero, otra sobreviviente de violación de 12 años que estaba embarazada de 24 semanas fue sometida a una cesárea urgente en la provincia argentina de Jujuy. También le habían negado su derecho legal al aborto.
Cada día nos llegan historias devastadoras de niñas que no sólo sufren tasas endémicas de violencia sexual, sino que también son obligadas a convertirse en madres. Sus casos aparecen en titulares en medios de comunicación nacionales e internacionales, y la sociedad se indigna ante sus testimonios, pero las respuestas negligentes de los gobiernos de la región no han cambiado.
Un informe de UNICEF de 2017 concluyó que, en Argentina, niñas de entre 10 y 14 años dan a luz cada tres horas. Según #NiñasNoMadres, coalición de ONG compuesta, entre otras, por Amnistía Internacional y Planned Parenthood Global, cada año dan a luz en el mundo alrededor de dos millones de niñas menores de 15 años, a menudo como consecuencia de la violencia sexual. América Latina y el Caribe es la única región en la que esa cifra está aumentando.
Más del 97% de las mujeres en edad reproductiva de América Latina y el Caribe vive en países con leyes restrictivas sobre el aborto, según el Instituto Guttmacher. Seis de esos países prohíben totalmente el aborto, mientras que la mayoría del resto lo permite únicamente en circunstancias muy limitadas.
Las autoridades de Argentina y otros países de América Latina han mostrado una negligencia alarmante al no proteger a las mujeres y niñas de la violencia de género. En lugar de ayudar a las sobrevivientes, a menudo las revictimizan y agravan su sufrimiento al negarles sus derechos humanos.
Los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres no deben ser negociables. La negación de servicios de aborto en casos de violación o cuando la vida o la salud de la mujer o niña corre peligro inflige un trauma psicológico y físico tal que puede constituir tortura en virtud del derecho internacional.
Además, el embarazo infantil refuerza la desigualdad de género en los ámbitos educativo y económico, pues seis de cada diez menores embarazadas de Argentina abandonan la escuela, lo que perjudica aún más sus perspectivas profesionales y los ingresos que podrán generar a lo largo de su vida.
Pero hay motivos para el optimismo en Argentina. El año pasado, cientos de miles de mujeres marcharon por las calles de Buenos Aires llevando un pañuelo verde —símbolo de los crecientes movimientos de América Latina a favor del derecho a decidir— para exigir el acceso a un aborto sin riesgos y legal. A pesar de que el Senado de Argentina votó en contra de legalizar el aborto durante las primeras 14 semanas de embarazo, una generación de jóvenes y valientes mujeres consiguió introducir por primera vez un asunto que era tabú en la agenda política y el discurso nacional. El cambio parece ya inevitable.
En otras partes de la región, Chile hizo progresos al despenalizar el aborto en ciertas circunstancias en 2017 y el Congreso de Ecuador votará en breve un proyecto de ley para despenalizar el aborto en casos de violación (actualmente sólo está permitido cuando la vida o la salud de la mujer o niña corre peligro).
Incluso El Salvador, que sigue encarcelando a mujeres en aplicación de su draconiana prohibición total del aborto, dio algunos pasos el año pasado para rectificar errores poniendo en libertad a Teodora Vazquez e Imelda Cortez, encarceladas respectivamente por homicidio agravado y tentativa de homicidio tras sufrir complicaciones relacionadas con el embarazo.
Queda aún mucho por hacer para garantizar plenamente los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y niñas en América Latina —los cambios legislativos deben ir acompañados de la introducción de una educación sexual integral—, pero las cosas están empezando a cambiar.
Los gobiernos de la región deben aceptar que siempre habrá personas que quieran abortar, diga lo que diga la ley. En lugar de castigar a las mujeres y niñas o de someterlas a situaciones mortales, es hora de que las autoridades respeten sus derechos humanos.
Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional.