Jueves, 11 de octubre, 2018
Sasha Yakavitskaya, de 29 años, estilista de moda y bodas, no descubrió que Bielorrusia sigue utilizando la pena capital hasta que su padre fue condenado a muerte y ejecutado menos de un año después. De hecho, Bielorrusia es el único país de Europa y Asia Central que sigue llevando a cabo ejecuciones. En este artículo, Sasha comparte su terrible historia y revela por qué es momento de cambiar
Mi padre fue condenado a muerte en Bielorrusia en 2016. Diez meses después fue ejecutado. No nos los notificaron hasta un mes después [de su muerte], como es habitual en Bielorrusia.
Yo solía visitarlo en prisión una vez al mes. A nuestras visitas lo traían escoltado por cinco guardias. Tenía las manos atadas y no veía a dónde iba. Cuando llegaba [a verme] siempre estaba angustiado. Sabía que iba a verme a mí o a su abogado, o que iba a ser ejecutado.
Los guardias se quedaban con nosotros, escuchando atentamente lo que decíamos. Nunca hablábamos de lo que hizo o sobre su caso. Sólo hablábamos de cuestiones personales.
Recuerdo la última vez que vi a mi padre. Era el 5 de noviembre de 2016. Me dijo: “Todo va bien, tenemos tiempo suficiente, no te preocupes”. Un guardia bromeó con ironía: “Sí, tienes un poco de tiempo. Sólo un poco”. El guardia estaba dejando claro que mi padre iba a ser ejecutado antes o después. Quería destruir su moral mientras yo estaba allí. Sólo puedo imaginar cómo actuaron uno a uno, sin familiares ni seres queridos presentes.
Le di a mi padre un paquete, pensando que volvería un mes después. Justo cuando planeaba volverlo a visitar, recibimos la carta. Había sido ejecutado el mismo día que había ido a verlo. No pedimos ninguno de sus objetos personales. Mi madre tenía miedo de que nos mandaran su uniforme de preso. Pero es una pena, porque tenía fotos personales. Creo que se deshicieron de ellas o las quemaron; podían habérnoslas devuelto.
El juicio fue muy raro. Parecía un circo. Un testigo se presentó borracho. Su testimonio era contradictorio, hasta el juez lo cuestionó. El testigo decía: “Oh, no me acuerdo con exactitud”. Todo el caso se basó en ese tipo de testimonios y pruebas.
“Nadie más pudo hacerlo.” Esa era la línea principal de argumentación en el caso de mi padre; eso, y el hecho de que tenía antecedentes penales. Al tribunal no le importó quién más pudo haberlo hecho. Es muy raro, pero es lo que sucedió: nuestro gobierno decidió el resultado.
La pena de muerte es una práctica que viene de largo en Bielorrusia. Se cree que, en la época soviética, hasta 250.000 personas fueron ejecutadas y enterradas en un lugar llamado Kurapaty. Puede parecer que fue hace mucho tiempo, pero eso mismo sigue sucediendo hoy día. Se ejecuta a la gente y no se le notifica a nadie. Las familias no tienen ni idea de dónde están enterrados sus seres queridos.
A nosotros nos resulta difícil aceptar lo sucedido, porque no enterramos a mi padre, no vimos su cadáver... así que es como si aún estuviera por ahí, en algún lugar, vivo y en buen estado. Tenemos una parcela para su tumba. La mantenemos muy sencilla, pero eso no nos impide rezar por él. Para mi madre resulta más duro, porque hay gente que no deja de decirle que aún sigue vivo. También hay quien llama y dice que, si les pagamos, nos pueden enseñar dónde está enterrado.
Hay poca gente que preste atención al hecho de que en Bielorrusia todavía tenemos pena de muerte, así que le estoy agradecida a organizaciones como Amnistía Internacional que siguen llamando la atención pública hacia el problema y que hicieron campaña para que se conmutara la condena a muerte de mi padre.
Después de que lo condenaran a muerte, nadie habló conmigo del tema en nuestra pequeña localidad bielorrusa. Sin embargo, la gente en Internet tenía mucho que decir. Decían que no entendían por qué mi madre y yo lo apoyábamos. Hubo quien dijo que teníamos que ser ejecutadas también o ingresadas en un hospital psiquiátrico. También decían cosas sobre mi hija de cuatro años. Aquello es lo que más me dolió. Decían que había que matarla porque, cuando creciera, sería igual que él.
A menudo la gente me pregunta por qué cuento mi historia. No hablo de cuestiones políticas, no me interesa. Cuento mi historia personal, la manera en que afectó a mi familia. A pesar de la tragedia que nos cayó encima, seguimos adelante; tengo que hacerlo, especialmente por mi hija. Tengo un gran trabajo creativo, que me encanta. Me ayuda a sanar mis heridas, a dejar atrás mis problemas y a olvidar todas las dificultades que hemos sufrido.
Ni siquiera sabía que en Bielorrusia existía la pena de muerte; la primera vez que oí hablar de ella fue en el tribunal. Cuando el fiscal pidió la pena de muerte, me quedé en shock. Creí que se equivocaba. Ése es el problema. Antes de que te enfrentes a ella tú mismo, no piensas en ella.
Se tiene constancia de que en Bielorrusia hay al menos cuatro presos en espera de ejecución. Para conmemorar el Día Mundial contra la Pena de Muerte, Amnistía Internacional lanza una campaña que destaca casos de Bielorrusia, Ghana, Irán, Japón y Malasia, donde la pena de muerte se utiliza de forma habitual.
*La ilustración del encabezado es del Centro de Detención Preventiva Nº 1 de Minsk. © George Butler
Este artículo se publicó originalmente en Metro.co.uk