Jueves, 19 de julio, 2018

La pena de muerte es irreversible. No hay vuelta atrás si el proceso judicial ha sido defectuoso. Se trata de una pena absoluta. Los errores son irreparables. Una “confesión” forzada, la parcialidad de un juez, la falta de pruebas o una defensa inadecuada pueden dar lugar a que una persona inocente pague con la pena máxima


Gener Rondina estaba en su casa con su familia en Barangay Carreta, un barrio de bajos ingresos de la ciudad de Cebú, en Filipinas, cuando la policía vino a buscarlo en plena noche. Temblando de miedo, suplicó por su vida. “Me rindo, señor”, gritó, pero la policía no se conmovió. Gener levantó las manos por encima de la cabeza y se puso de rodillas. A la familia la sacaron de la habitación. Luego se oyeron disparos.

Rondina es uno de los varios miles de habitantes de Filipinas a los que han matado en la asesina “guerra contra las drogas” emprendida por el presidente Rodrigo Duterte; la propia Policía Nacional de Filipinas admite que ha matado a 4.000. Al no detener a la gente —no digamos ya llevarla a los tribunales—, sino matarla en el acto, la policía asume el papel de juez, jurado y verdugo. Violando las mismas leyes que se supone que defienden, los policías han actuado sobre las pruebas más endebles para atacar a personas sospechosas de comprar o vender drogas, principalmente en los barrios más pobres del país.

Tal como documentó el año pasado un informe de Amnistía Internacional, los jefes políticos locales elaboraron arbitrariamente “listas de objetivos”. En al menos algunos casos, la policía ha reclutado a asesinos a sueldo para que le hagan el trabajo sucio, y les ha ofrecido recompensas por cada cadáver. En sus propias operaciones, la policía ha colocado pruebas en las casas de la gente, ha falsificado informes oficiales sobre incidentes para alegar que se había producido un tiroteo, y ha robado pertenencias de las casas de las víctimas. Incluso en la muerte, se ha negado la dignidad a las víctimas. Han arrastrado sus cadáveres por el suelo y los han arrojado a la calle.

Cuando el portavoz del presidente Maithripala Srisena dijo que Sri Lanka confía en “repetir el éxito” de Filipinas, ¿es esto lo que tenía en mente? ¿Quiere que los barrios más empobrecidos de Sri Lanka se conviertan en lugares en los que la gente se despierte cada mañana para encontrar nuevos cadáveres tendidos en charcos de sangre en las calles? ¿O en los que, en nombre de la protección de una nueva generación, decenas de niños, algunos de tan sólo cuatro o cinco años, mueran a causa de la violencia? ¿Quiere ver las fuerzas de seguridad reducidas a una empresa criminal que patrocine a asesinos privados, que el Estado de derecho pierda todo su significado, y que una mera acusación signifique la diferencia entre la vida y la muerte?

Filipinas, por si algunas autoridades gubernamentales no se han dado cuenta, está siendo actualmente objeto de un examen preliminar por parte de la fiscal de la Corte Penal Internacional. La oleada de ejecuciones extrajudiciales, que los grupos de derechos humanos creen que son generalizadas y sistemáticas, puede dar lugar a una convocatoria ante La Haya por crímenes de lesa humanidad. Se trata de una política tan extrema que el más alto cargo de derechos humanos de la ONU ha recomendado al presidente Duterte que se someta a una “evaluación psiquiátrica”. En una carta que debería interesar al menos a un eminente srilankés, la Conferencia de Obispos Católicos de Filipinas denunció el año pasado los homicidios calificándolos de “reinado de terror en muchos lugares pobres”.

Al mismo tiempo que el gobierno amenaza con desplegar tropas para emprender la propia “guerra contra las drogas” de Sri Lanka, está también tratando de reinstaurar la pena de muerte. La ejecución de personas declaradas culpables de delitos de drogas es una violación de las obligaciones jurídicas contraídas por Sri Lanka en virtud del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que limita el uso de la pena de muerte —en los países que aún no la han abolido— a los “más graves delitos”, o el homicidio intencional. La reinstauración de la pena capital rompería también con una práctica mantenida en Sri Lanka desde hace mucho tiempo. La pena de muerte, como han señalado otros, fue rechazada durante largos periodos en la historia precolonial de esta nación insular. Hace 90 años, la Asamblea Legislativa de Ceilán aprobó una resolución en la que abolía la pena de muerte, un paso abortado por las autoridades coloniales británicas, que insistieron en mantenerla.

Hace más de 40 años, Sri Lanka dio la espalda a su aplicación del exponente máximo de pena cruel, inhumana y degradante, y se convirtió en uno de los pocos países de Asia meridional en hacerlo. Afganistán, Bangladesh, India y Pakistán pertenecen a una minoría menguante de países que aún mantienen esta pena. En 2017, sólo cuatro países fueron responsables del 84% de las ejecuciones llevadas a cabo en el mundo. En cambio, en 2016, 117 países —entre ellos Sri Lanka— votaron en la Asamblea General de la ONU a favor de una moratoria de las ejecuciones con vistas a abolir la pena de muerte.

Las ejecuciones nunca son la solución. Tal como han demostrado los criminólogos estudio tras estudio, la pena de muerte no tiene un especial efecto disuasorio. Hong Kong, por ejemplo, abandonó las ejecuciones hace más de medio siglo. Singapur, una ciudad de tamaño similar, sigue aplicando la pena de muerte. Pese a sus diferentes enfoques, el índice de asesinatos en ambas ciudades ha permanecido notablemente similar a lo largo de las décadas, sin que se haya producido el efecto disuasorio que el gobierno de Singapur afirmaba que se produciría.

En lo que se refiere a ejecutar a personas por delitos de drogas, pocos países han sido tan prolíficos como Irán. Este país ha ejecutado a miles de personas tras declararlas culpables de cargos de tráfico de drogas en juicios flagrantemente injustos. Sin embargo, el tráfico y la distribución de drogas siguen constituyendo un grave problema. “Lo cierto es que la ejecución de traficantes de drogas no ha tenido ningún efecto disuasorio”, admitió en 2016 Mohammad Baqer Olfat, jefe adjunto del poder judicial iraní para asuntos sociales. En los últimos meses, Irán ha relajado sus leyes de drogas y, hace sólo unas semanas, las autoridades anunciaron que, a consecuencia de ello, se han conmutado las condenas a muerte de cientos de personas por determinados delitos de drogas.

La pena de muerte es irreversible. No hay vuelta atrás si el proceso judicial ha sido defectuoso. Se trata de una pena absoluta. Los errores son irreparables. Una “confesión” forzada, la parcialidad de un juez, la falta de pruebas o una defensa inadecuada pueden dar lugar a que una persona inocente pague con la pena máxima. También es una pena que afecta desproporcionadamente a las personas que viven en la pobreza. “Esto se convierte en una forma de discriminación por clase en la mayoría de los países”, advirtieron el año pasado los expertos de la ONU.

Por último, y lo que es más importante, la pena de muerte es inmoral. Si creemos que a la vida humana debe otorgársele el máximo valor, debemos concluir que arrebatarla es el acto más bajo. Esto queda claro cuando una persona comete un asesinato. ¿Hay alguna diferencia cuando el Estado comete el mismo acto, y con ello inflige el mismo dolor y causa la misma pérdida? Una ejecución no es una demostración de fuerza, sino una admisión de debilidad. Representa el fracaso a la hora de crear una sociedad más humana, en la que la protección del derecho a la vida triunfe sobre las tentaciones de venganza.

Se ha publicado una versión de este artículo en el Daily News de Sri Lanka.