Viernes, 22 de junio, 2018

Los refugiados y migrantes piden al gobierno de México y a los gobiernos de todo el mundo que reconozcan no sólo la condición humana de las familias, sino la condición humana de todas aquellas personas que, como consecuencia de las adversidades en su vida anterior, necesitan un nuevo comienzo, una nueva historia


Mi nombre es Liliana Esther. Tengo 36 años y soy de Valledupar, Colombia. Ahora vivo con mi esposo, Fabián, en Texcoco, en el centro de México, mientras esperamos el resultado de nuestra solicitud de asilo. Mis dos hijas, Dalyn, de 13 años, y Cely, de 11, tienen discapacidad de aprendizaje.

Antes de venir a México, vivíamos en Maicao, una ciudad en el norte de Colombia, cerca del mar. Nuestra vida era feliz allí. Teníamos una pequeña tienda y disfrutábamos de estar cerca de nuestras familias. Pero todo cambió en 2008. Los paramilitares pusieron en el punto de mira a mi hermanastro debido a un conflicto laboral con la empresa para la que trabajaba. Lo mataron poco después. Mi familia también comenzó a recibir amenazas a consecuencia de este conflicto, y nos vimos obligados a huir a Venezuela.

Tengo doble nacionalidad colombiana y venezolana, por lo que pensé que mi familia estaría a salvo en ese país. Estaba convencida de que podríamos rehacer nuestras vidas, y durante varios años así fue. Vivimos en la ciudad de Maracaibo y en la región de Oriente, trabajando para la iglesia. Pero poco a poco las cosas comenzaron a irse a pique una vez más. La situación política y socioeconómica en el país comenzó a derrumbarse.

Mis hijas necesitaban una medicación especial, que no se podía conseguir en Venezuela, y yo también necesitaba una intervención quirúrgica que no era posible hacer en el país. La gota que colmó el vaso fue cuando las autoridades confiscaron mi tarjeta de identificación porque no voté al partido gobernante. Entonces supe que teníamos que abandonar Venezuela para siempre.

Regresamos a Colombia en 2014, y comencé a trabajar en la agricultura. Pero la sombra del pasado no dejó de perseguirnos. Los mismos grupos que habían matado a mi hermanastro seguían amenazándonos e intimidándonos. Decidimos que de una vez por todas teníamos que comenzar una nueva vida en otro lugar; teníamos que empezar de nuevo, lejos de las dificultades por las que habíamos pasado.

Llegamos a México en noviembre de 2017, y solicitamos asilo en marzo de 2018. Ahora esperamos con impaciencia el resultado de este procedimiento. Pese a la incertidumbre que rodea nuestra situación, aquí nos sentimos a salvo. México y los mexicanos se han portado bien con nosotros. Llegamos con menos de 200 dólares a nuestro nombre, y poco después una familia nos ofreció alimentos y un lugar para alojarnos, donde seguimos viviendo hasta el día de hoy.

Fabián y yo trabajamos. Vendemos tortas y gelatina caseras en un mercado local. Los fines de semana visitamos museos y poblaciones de la zona, y disfrutamos de la rica historia y cultura que México ofrece. Cely y Dalyn han comenzado a hacer nuevas amistades. Todo el mundo las comprende y las apoya. Las dos esperan poder estudiar en la Universidad de Chapingo, cerca de donde vivimos, cuando sean mayores. Fabián y yo pensamos abrir un restaurante colombiano, para compartir nuestra comida y nuestra cultura con el país que nos ha dado una bienvenida tan cálida.

Hay mucha gente que dice que las personas refugiadas son una sangría para la sociedad, pero nosotros somos la demostración de que esto no es así. Queremos que México nos conceda asilo no sólo por nuestra propia seguridad, sino para poder forjar una nueva vida para nosotros y formar parte de una nueva sociedad. Tenemos esperanzas y aspiraciones de crecer en lo personal, lo profesional y como familia en nuestro nuevo país. No queremos ser una sangría para la sociedad, sino ser parte integrante de ella.

Queremos que la gente nos conozca por nuestro nombre, no por nuestra situación migratoria. Me pusieron el nombre de Liliana por una gran amiga de mi madre, mientras que Fabián Lino lleva ese nombre en honor de su ascendencia italiana. Cely era el nombre de mi madre, y ahora el nombre de mi hija pequeña. Y Dalyn, nuestra hija mayor, se llama así por una de mis mejores amigas. Nuestros nombres tienen un significado y nos conforman como personas y como familia. Así es como queremos que nos vean: no como meros “refugiados”, sino como Liliana, Fabián, Dalyn y Cely. No como “solicitantes de asilo”, sino como seres humanos con historias, vidas y aspiraciones humanas.

Pedimos al gobierno de México y a los gobiernos de todo el mundo que reconozcan no sólo la condición humana de nuestra familia, sino la condición humana de todas aquellas personas que, como consecuencia de las adversidades en su vida anterior, necesitan un nuevo comienzo, una nueva historia. Porque detrás de cada solicitud de asilo hay un ser humano. Detrás de cada persona refugiada hay un nombre.