Martes, 19 de noviembre, 2019
Luis Alvarenga
La crisis de derechos humanos, económicos, culturales, sociales y ambientales que sufren las personas en Venezuela se profundiza cada día, haciendo que la calidad de vida de los habitantes de las regiones del país se deteriore, llegando al punto de sobrevivir, más que de vivir.
La falta de agua potable, la cada vez mayor escasez de transporte público, alimentos, combustible, medicinas y hasta dinero en efectivo en el estado Bolívar, impide a las personas dedicarse a trabajar, estudiar o incluso mantener una actividad que le permita drenar el estrés generado por la situación del país.
John Castañeda (nombre ficticio para proteger su identidad) es docente en un colegio ubicado en Santa Elena de Uairén, la población fronteriza más grande y cercana a Brasil. En la institución se imparten clases tanto a jóvenes del pueblo indígena Pemón como a residentes de la comunidad.
El profesor destaca que antes de los apagones ocurridos en marzo de 2019, la comunidad estuvo medianamente protegida ante cualquier corte eléctrico, debido a la prioridad que se tenía en la venta de corriente a Brasil. Sin embargo, cuando se produjo el colapso en la Central Hidroeléctrica “Simón Bolívar” ya la zona estaba padeciendo otra calamidad.
“El apagón de marzo coincidió con una época de sequía y eso fue muy fuerte. Nadie tuvo agua, ni telefonía. Nosotros estuvimos en las escuelas, dimos clases con la luz del día porque tenemos una política de no interrumpir clases en la medida de las posibilidades. Sin embargo, en la comunidad no había agua y muchos alumnos y trabajadores del colegio no pudieron asistir”, recuerda Castañeda.
Además, el docente explica que la crisis económica que afecta a los venezolanos ha provocado otro fenómeno que cobra cada vez mayor impulso: la deserción escolar que, de acuerdo a varias ONG, en el país alcanza el 70%.
“Muchos alumnos están desertando, se van a las minas para rebuscar lo del día a día. Aquí la parte económica ha estado muy difícil”, destaca Castañeda.
De 700 alumnos que tiene en promedio la escuela, entre 6 u 8 se van a las minas por cada aula de clases, mayormente jóvenes inscritos en los años más altos para acompañar a sus familiares y tratar así de conseguir las “gramas” (minúsculas porciones de oro) que les permitan subsistir algunos días.
“Antes, alguien que iba a las minas y traía dos ‘gramas’ de oro hacía tremendo mercado, pero ahora con eso se come unos días nada más por el aumento de los precios de los alimentos”, explica el profesor.
El colegio en el que labora ha contado con alianzas para mantener un servicio de alimentación a los estudiantes, que pueda ayudar a que reciban almuerzos sanos pese a todo el esfuerzo que eso conlleva.
“Nosotros tenemos una alianza con el Programa de Alimentación Escolar del Ministerio de Educación, pero estos años hemos tenido este servicio entre comillas. Este año recibimos a veces arroz, caraota o pasta. Solo una o dos cosas, porque no vienen las proteínas desde hace años”, señala.
Los niños no escapan de la tragedia
Castañeda lamenta que muchos niños y niñas han ido o han sido llevados a la fuerza a las minas2 para ser explotados sexualmente por dinero.
“Aquí hay casos bien fuertes de prostitución. Lastimosamente, hay que decirlo, muchas niñas y niños han sido llevados a eso”, denuncia Castañeda, quien además señala que las autoridades no permiten ni facilitan la información4 sobre casos de enfermedades por transmisión sexual en la zona, pese a los intentos de los docentes y Organizaciones de la Sociedad Civil por llevar a cabo acciones preventivas ante esta catástrofe.
“De forma extraoficial se sabe que hay muchas personas con VIH, se habla de entre 80 y 200, que para esta comunidad es muchísima gente”, alerta.
La respuesta de las autoridades ante esta dramática situación es inexistente. No hay planes de prevención, se oculta la información oficial y se restringen las posibilidades de que las personas puedan buscar tratamiento en las ciudades brasileñas cercanas.
Castañeda recuerda que durante el cierre de la frontera a principios de 2019, cuando efectivos militares impidieron el paso de personas con algún tipo de patología y desde los hospitales se prohibió referirlos a otro centro médico en Brasil.
El silencio de la crisis
Venezuela ha sido reconocida en las últimas décadas como un ejemplo a seguir en inclusión para la educación musical, destacando al Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles como el modelo de enseñanza a cualquier persona que desee transformar su vida y la de los demás a través de la música.
Sin embargo, la crisis de derechos humanos ha dejado salas de práctica y de concierto en silencio. Jorge Montero es Licenciado en Educación mención desarrollo cultural, Luthier del Sistema y profesor de fagot. Ha visto cómo los jóvenes han sido obligados a abandonar sus sueños por sobrevivir al día a día.
“En el Sistema Nacional de Orquestas, donde damos música y el taller de Luthier, ha habido demasiada deserción debido a que los altos costos del transporte impiden que los muchachos asistan con regularidad. ¿Cómo tienen para poder venir? A veces no pueden y tienen que caminar”, relata el profesor.
Las aulas donde Montero imparte clases, cuando pueden y asisten los alumnos, están ubicadas en Ciudad Bolívar, capital del estado homónimo, en un complejo denominado Centro Cultural Bolívar, que fue construido para este fin.
“La magnitud de los daños tras los apagones de marzo ha sido muy grande, ya que en la sede del Sistema los apagones causaron estragos. Se dañaron las bombas de agua y se ha eliminado parte del horario debido a la imposibilidad de estar tanto tiempo en las aulas y de mantener los baños operativos”, apunta Montero.
Antes que la crisis afectara todos los espacios de vida, los jóvenes podían recibir clases todos los días, pero debido a la falta de pagos a los docentes, las malas condiciones físicas y la escasez de transporte, los horarios se redujeron dramáticamente a solo pocas horas por día.
“La situación de los servicios educativos en el estado Bolívar ha decaído, debido a la alta deserción escolar y la irregular afluencia de los pagos. Hay muchos docentes que han emigrado debido a los altos costos de la vida”, lamenta Montero.
El profesor indica que fue a finales de mayo cuando se profundizó la escasez de combustible7 en la ciudad (pese a ser capital del estado y de estar en el país con mayores reservas petroleras del mundo). Esta situación obliga a flexibilizar el funcionamiento no solo del Sistema, sino de otras oficinas que se encuentran en el Centro Cultural Bolívar.
“Podemos decir que estamos completamente paralizados”, alerta el Luthier del Sistema de Orquestas de la ciudad.
Montero también lamenta que, debido a la crisis, toda posibilidad de enseñanza desaparece y “ahí entran otros factores perjudiciales para la formación de los niños. Sería un daño enorme a toda la sociedad”.
Sin embargo, ni Montero ni los profesores que quedan tienen intenciones de tirar la toalla en estos momentos.
“Las personas que seguimos creyendo en Venezuela debemos seguir llevando el trabajo así sea de corazón, porque no debemos dejar todo a manos de la política. Lamentablemente se está viendo ensangrentada la sociedad, debemos seguir luchando y dar lo mejor para continuar la marcha”, destaca.
¿Un futuro sin luz?
Muchos estudiantes en Venezuela han tenido que dividir sus días en dos: una parte para trabajar y la otra para estudiar. Además desde hace algunos años se ha visto reducido el tiempo o enfoque en las clases8 debido a la necesidad de ayudar a la familia a conseguir agua, alimentos, hacer largas colas por surtir de combustible los vehículos o, incluso, comprar gas doméstico.
Endrich Guzmán es licenciado en Teología y estudiante de Derecho en la Universidad Gran Mariscal de Ayacucho, ubicada en Ciudad Bolívar, en donde alumnos y profesores han tenido que modificar la rutina de clases para poder adaptarse a la situación.
“Yo estudio en el turno nocturno y por la inseguridad empezamos a salir más temprano y cambiamos los horarios de clases”, señala Guzmán, quien agrega que luego de los apagones registrados en marzo de 2019 la universidad ha tenido la intención de eliminar las clases en los horarios nocturnos, debido a la frecuente falta de energía eléctrica, inseguridad, escasez de agua y transporte público.
Además, la hiperinflación en la que se encuentra Venezuela (prevista en 10.000.000% para el 2019 según el Fondo Monetario Internacional9), disuelve el salario de los profesores, quienes han tenido que dedicarse a otras labores extraacadémicas que le permitan sostener sus hogares, lo que ha causado el abandono de los cargos.
Guzmán señala que “la universidad ha pedido la presencia policial por el horario nocturno y nosotros hemos hecho presión para que no eliminen ese turno. Además, los profesores no quieren dar clases tan tarde por la inseguridad”.
Pese a estos problemas, el estudiante podía sortear los obstáculos mediante el uso del vehículo familiar. Hasta que llegó la crisis del combustible que lo ha obligado a ausentarse de las aulas para buscar no solo gasolina, sino también otros métodos para recoger agua potable, ya que con el automóvil solucionaba más rápidamente esta situación.
“En este semestre me ha tocado dejar de ir a la universidad para poder conseguir agua para la casa, porque mi papá es una persona mayor y no puedo dejarle todo el peso a él”, relata Guzmán.
En un país con las condiciones de vida dignas, surtir gasolina no toma más de unos pocos minutos. Pero en Venezuela todo consume largas horas de las vidas de las personas. En el caso de Ciudad Bolívar, las filas se empiezan a organizar desde un día antes que llegue la gandola con combustible, si llega.
“No me pudieron pasar buscando una noche a la universidad porque el carro iba a estar haciendo cola para surtir gasolina, porque aquí es por número de placa, pero cuando llego a la casa me dicen que perdieron el tiempo porque la bomba en donde estuvieron no tenía combustible”, comenta.
La consecuencia de este coctel de problemas se refleja en la deserción de estudiantes y el abandono de los cargos por parte de los profesores. “De mi grupo de amigos en la universidad se han ido 3, pero de los 50 estudiantes que comenzamos la carrera, este semestre no llegamos a 16”, apunta Guzmán.
Sin embargo, no todo está perdido. Todavía hay jóvenes que quieren resolver los problemas del país, que creen en él y luchan por sobrevivir a esta crisis de derechos humanos.
“Yo quiero seguir estudiando mientras se pueda. Siga o no siga en la universidad, no tengo pensado irme del país, no tengo corazón para dejar a mi familia aquí en este problema”, concluye Guzmán.