Jueves, 05 de abril, 2018
Damiano, Daniela
“Los tutsi no merecen vivir. Hay que matarlos. Incluso a las mujeres preñadas hay que cortarlas en pedazos y abrirles el vientre para arrancarles el bebé”. Este es tan solo uno de los mensajes que se transmitieron entonces a través de la Radio Televisión Libre
“Cucarachas”, así llamaban desde los medios de comunicación del Estado a las y los tutsi, minoría étnica que entonces representaba el 15% de la población de Ruanda. Algunos años después, en 1994, la gran mayoría había muerto a machetazos. El “Genocidio de Ruanda” cobró la vida de al rededor un millón de personas.
Las y los tutsi realmente no eran muy diferentes al resto, salvo por el hecho de que solían contar con unos centímetros más de estatura. Originalmente, la etnia tusti se dedicaba a la ganadería, mientras que el resto de la población, "hutu", se dedicaba más que todo a la agricultura. Los colonizadores que llegaron de Bélgica, arbitrariamente consideraron a los tutsi superiores al resto y por este motivo les entregaron poder administrativo hasta que el país consiguió su independencia en 1961. Entonces vinieron las elecciones y las personas de origen tutsi fueron desplazadas de los cargos de mando.
Aunque los privilegios políticos de las personas tutsi habían acabado, años de hegemonía les habían hecho prosperar, contar con negocios, bancos y tierras, tendiendo a conformar la clase media y alta del país. Los hutus, generalmente pobres, sentían un gran resentimiento por sentir que habían sido tratados como simples trabajadores.
Sin embargo, la situación del pueblo más desfavorecido no mejoró significativamente con el cambio de gobierno. Al contrario. La corrupción se disparó, así que solo el pequeño entorno político del Presidente (quien gobernó por doce años) se estaba beneficiando. La administración del que ocupó el cargo posteriormente no lo hizo mejor. Incluso muchas personas que no eran tutsi preferían que retornasen al poder.
Para colmo, se desplomaron los precios internacionales del café y del cacao, que eran prácticamente la única fuente de divisas del país, y el empobrecimiento de la población empeoró, disparándose la inflación y la escasez puesto que el gobierno, además de corrupto, no había ahorrado para los tiempos difíciles. Las autoridades, en vez de asumir su responsabilidad al haber despilfarrado los ingresos de las arcas públicas durante más de una década, culpaban de todo a los tutsi, sembrando así más odio.
Las y los tutsi, quienes conformaron entonces una oposición de tipo político, sufrían de una fuerte discriminación sistemática para acceder a cargos y a empleos, así como a las ayudas del Estado y a los servicios públicos, que les eran frecuentemente denegados, por lo que empezaron a emigrar, pero la gran mayoría, aunque familiares y amistades ya se habían marchado, simplemente esperaba en vilo. En todo caso las cosas no pintaban bien en tanto el gobierno creaba milicias cuya principal función, casi sin disimulo, era anular a cualquier tipo de disidencia tutsi que pudiera surgir.
En ese contexto de tensión, el 6 de abril de 1994, el Presidente de Ruanda murió cuando su avión, un jet Falcon 50 a punto de aterrizar en el aeropuerto de la capital, fue derribado por un misil. Aunque la autoría del atentado no ha sido oficialmente esclarecida, inmediatamente se culpó a grupos de insurgencia tutsi.
“Los tutsi no merecen vivir. Hay que matarlos. Incluso a las mujeres preñadas hay que cortarlas en pedazos y abrirles el vientre para arrancarles el bebé”. Este es tan solo uno de los mensajes que se transmitieron entonces a través de la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas (RTML), manejada por el gobierno, que, como se explicó anteriormente, ya venía difundiendo mensajes de odio desde hacía tiempo atrás. Ahora era abiertamente instigadora. "Las tumbas están sólo a medio llenar", repetían.
Esa noche explotó el horror. Una buena porción de la población, manipulada, se hizo eco de estos llamados. Muchos afirmaron que mataban a hombres, mujeres, niños, niñas, personas de avanzada edad y hasta bebés, porque la radio se los pedía.
Y es que matar al 80% de toda la población tutsi hubiese sido imposible únicamente mediante la acción de las milicias y los cuerpos del gobierno. Aunque las mismas perpetraron gran parte de las atrocidades, lo cierto es que una gran cantidad de machetes fueron repartidos a la población común y corriente para que colaborara.
La llamada “emisora del odio” llegaba a todos los rincones de Ruanda. La incitación venía acompañada de datos, nombres y señas de personas tutsi y opositores al exterminio (dónde vivían, dónde trabajaban, dónde se escondían).
La identificación se facilitaba porque por años los distintos actores políticos y económicos en Ruanda se habían asegurado de dejar listas que distinguieran a quienes eran tutsi.
La emisora tuvo un complemento en el diario oficialista Kamarampak. El sistema comunicacional del Estado llamaba a hacer una “labor de patria”.
La inacción internacional jugó un papel crucial para que pudiera alcanzarse la cantidad de víctimas mortales que se suscitó. La ONU se vio sobrepasada por los hechos en Ruanda. La respuesta del organismo fue lenta pues se generó un debate sobre cuándo la comunidad internacional debía actuar. “El Consejo de Seguridad no estaba dispuesto a describir lo que estaba ocurriendo (…) No hubo una voluntad colectiva de la comunidad internacional para poner fin a esta terrible situación”, escribió el periodista británico Adam LeBor en su libro Complicidad con el mal: Naciones Unidas en la era del genocidio moderno. La atención de Occidente estaba centrada en la crisis de los Balcanes (en Europa).
Por Victor Molina