Jueves, 23 de abril, 2020
Marco Aurelio Hernández
El Día del libro pretende celebrar al más grandioso de los instrumentos con el cual la humanidad ha podido comunicar sus inquietudes, sus convicciones y sus deseos
Sostén de impresiones, de idea e ideales; mapa de memorias obscuras, reflejo de lo que puede ser y es. Hoy en tu día te celebran tus fanáticos, incontables adeptos a tus mil formas y rostros venerables, porque cada vez que en ti se mira cada miembro del mundo, nada perdura igual.
A esto se añade que pasearse por su cuerpo implica cambio, y eso es prueba de que existe la evolución, que no es invento algún personaje, ¡pues quien en sus manos lo toma, se aleja un poco más de todo rasgo común! Se eleva esa persona a un estado mayor de entendimiento de todo lo que le rodea, o al menos se acerca ese punto.
Su cuerpo, ligero; su rostro, indefinido; su voz, un murmurar en la mente; sin embargo en esto se encuentra alivio, aventura, conocimiento, así como un poder que con el tiempo es acumulado rebosante en la mente de quien se plantee visiones- más o menos acertadas- de la realidad en la que vive. Así pasa a quien se impregna de tal compañía. En ésta fecha fue cuando cayó en eterno sueño un ingenioso hidalgo, un “manco de Lepanto” le llamaban, pero al ser uno de sus mayores guardianes, no habría podido hacer su creación otra cosa que compartir tan importante efeméride con el subsiguiente notable Cervantes.
Así, el Día del libro pretende celebrar al más grandioso de los instrumentos con el cual la humanidad ha podido comunicar sus inquietudes, sus convicciones y sus deseos. La extensión de los géneros que en la literatura se encuentra, manifiesta que es terreno fecundo para el desarrollo de la creatividad artística más sensible, para la promoción del más inquisitivo ingenio científico, o del más hondo reflexionar filosófico. Sin duda, cada generación solo puede enriquecer más y más los ya incontables provechos que éste instrumento brinda a la humanidad.
LA LITERATURA A LA ORDEN DE LOS DERECHOS HUMANOS
Al mirar los antecedentes históricos de los Derechos Humanos, los eventos que marcaron hitos en la historia de la humanidad como la Revolución Francesa o la Norte Americana, no es imaginable que sus ideólogos pudieran concebir de la nada aquello que estaría destinado a resonar por siempre en la memoria de la historia. Los valores de la libertad propia de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, así como los de fraternidad, igualdad y solidaridad que se plasmaron en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, son el refinamiento y amalgama de cuanto pensar filosófico se presentó en el período de la ilustración, orientando el resultado de combinar éstos saberes en un producto que, luego de estar inmortalizado en tinta y papel, sirve para reconocerle a la ciudadanía una serie de derechos que no nacen del arbitrio de un gobierno, sino de la idea de la dignidad humana.
Sin hacer más alusión a la historia, el hecho es que la maestría con que algunos se han dedicado a la literatura, cualquiera de los géneros que se nos ocurran, puede ayudar a plantear ideas innovadoras que enriquezcan cada día la discusión sobre los desafueros del poder, las libertades individuales, la igualdad de todas las personas ante la ley sin distingo alguno. A veces se tiene la suerte de tropezar con un autor que, en su desacuerdo con las corrientes de pensamiento de su propio tiempo, adelanta su visión muchos pasos en el futuro, con lo que logra sentar las bases de un nuevo movimiento a favor los derechos de tal o cual sector de la sociedad antes ignorado, vilipendiado, atacado por sus contemporáneo.
Este es el caso de Lope de Vega con “La Vengadora de las mujeres”. Una lectura que trae a colación la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, al punto en que la protagonista, Laura, una mujer que no conoce par en cuanto a su belleza, desea labrarse caminos en una sociedad machista, la cual solo ve a la mujer como un premio o un objeto de carácter sexual, así como una criatura que, sumisa en su actuar y pensar, tiene por deber el servir fielmente a los hombres, privada así del poder que le permita seguir su propio camino. La vengadora Laura, se propone rechazar a todo pretendiente, aún a los más respetables príncipes que la cortejan, y aunque para alegría de su hermano, el príncipe Arnaldo, finalmente se rinde al amor de Lisardo, el príncipe transilvano que, fingiendo ser español y de menos talante que de príncipe, se gana el afecto de quien se propuso rechazar a todo aquel que la deseara. Un final cuestionable hoy en día, pues permite pensar que Lope de Vega no quiso o no pudo imaginar nada diferente a la rendición de la mujer frente al hombre. Aun así, no puede negarse que fuera un visionario para su época, y que esto pueda atribuírsele por su esfuerzo de vislumbrar a la mujer como regente de su propia vida, como ciudadana educada y esforzada en toda arte y ciencia que se proponga, aún sin el auxilio de hombre alguno. Interesante no solo que Lope de Vega invitara a la mujer a pensar su papel en la sociedad fuera de los parámetros imperantes en la época, sino que planteara la formalización de la educación de éstas, tal como lo intentó la vengadora con sus damas, Diana y Lucela.
No obstante, Laura era al menos acomodada por ser princesa. ¿Qué ocurre con aquellos sectores de la sociedad que son, de algún modo, marginados por la mayoría? Marginalidad que además es abono para toda forma de violencia, de maltrato, de inescrupulosa activación del engranaje judicial del Estado, y que en la carne de uno, pretende juzgar a muchos. El francés Émile Zola así se refiere al caso Dreyfus, el cual conmovió a muchos como él, a nada de que comenzara el siglo XX. Con sorna a veces se habla de los intelectuales por su distancia de los asuntos que a la sociedad concierne, por su bien intencionada neutralidad, pero que puede tener consecuencias que terminan divorciadas del bien común y, por consiguiente, la promoción y defensa de los Derechos Humanos.
“Yo Acuso” es, como libro, la recopilación de algunas de las indignaciones que Zola plasmó en el periódico de L’Aurore durante unos tres años, plataforma desde la cual denunció los excesos del Consejo de Guerra que pretendía acusar al Capitán Alfred Dreyfus de traición, pues se presumía que habría mantenido conversaciones con representantes de potencias enemigas, sin que pesaran verdaderas pruebas, cuando el culpable de tal cosa parecía realmente encontrarse en los círculos militares más altos de la Francia de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Aún más, el novelista se dirige públicamente a la sociedad francesa en general, pero también a altas figuras de su gobierno para llamar a conciencia sobre las pruebas infundadas, sobre el proceso judicial amañado, y el odio que atizaron los interesados en el mal de Dreyfus. Judío como era y cargando con los insultos y el escarnio que sus enemigos basaron en su origen, al capitán (llamado entonces “sucio judío” según Zola) se le usó como chivo expiatorio de los delitos cometidos por otro, que al final fueron, por decirlo de algún modo, “los delitos del Estado”. Se trataba de encubrir la deshonra en la que incurriría el Estado Mayor para aquel entonces al saberse públicamente que uno de sus representantes estaría inmiscuido en hechos de naturaleza turbia, que atentarían contra la seguridad nacional de Francia, y para salvar al Estado, se termina sacrificando a un ciudadano inocente, violándose así su derecho al debido proceso, exponiéndolo a la mofa y a la difamación, propiciando el odio en la sociedad francesa no solo contra el propio capitán, sino que a esto se arrastró a quienes compartían el mismo origen que el desdichado imputado.
De lo antes dicho, queda deducir que Émile Zola se esforzó por reivindicar e inspirar a los intelectuales como personas de acción, no solamente de pensamiento, al atreverse a exponer su indignación sobre los desafueros y errores cometidos en nombre de la “justicia” en L’Aurore, que es quizás un paralelismo interesante (salvando las distancias que haya) con el Maratón de Cartas de Amnistía Internacional, o al menos con la iniciativa de su fundador, Peter Benenson, para lograr la excarcelación de unos jóvenes que en tiempos de la dictadura de Salazar en Portugal, se atrevieron a brindar por la libertad.
Mucho se ha documentado acerca de los daños que provocan la corrupción, el desenfreno del poder, así como el anteponer los deseos personales a las justas necesidades de los semejantes, a las libertades y los Derechos de los ciudadanos. Un mal que data de fechas muy antiguas, como Taylor Caldwell asoma en su novela “La Columna de Hierro”. En su reconstrucción de la vida del gran abogado Marco Tulio Cicerón, imprime también la indignación de éste por la voracidad del propio Estado, el ejercicio sucio de la política a beneficio de la élite patricia, cuando no la puramente militar, en descuido de los derechos de las personas que intentan mantener a flote sus vidas, su familia y su honra. En una época en donde los insaciables apetitos de los poderosos están consumando un realidad que se aleja cada vez más de los valores de la Roma que, antaño procuraba a los suyos (en términos de la propia novela) seguridad y leyes justas, Cicerón se ve en la empresa de defender a la justicia como un valor sacrosanto, en una Roma corrompida quizás hasta sus propios cimientos.
Las lecciones que el joven Cicerón recibiera de personajes tan entrañables para él como su padre (También llamado Marco Tulio Cicerón), son de gran valor, pero es útil también que se las traiga a colación hoy en día, pues tiene plena vigencia en nuestra época. Así las cosas, Caldwell nos trae las lecciones que el padre intenta impartir a su hijo de la manera siguiente:
En cada generación nacen hombres perversos y el deber de una nación es hacerlos impotentes. Cuando veas a un hombre que ambicione el poder, lleno de odio hacia sus semejantes, destrúyelo Marco. Si alguien pretende cargos porque secretamente ambiciona lo que domina ‘las masas’ y desea controlarlas para esclavizarlas, prometiéndoles placeres que no han merecido, denúncialo. Debes tener presente a Roma
Queda claro que no es necesaria una interpretación literal de alguna palabra altisonante del texto, pero si es bueno recoger el llamado que ahora se le hace a toda persona que tenga en sus manos el poder de discernir entre aquellas conductas que dañen el ejercicio pleno de la amplia gama de derechos que, con el devenir de los siglos, la humanidad ha ido adquiriendo. Parece una referencia a quienes ejercen el oficio de la defensa de los Derechos Humanos, personas sin duda excepcionales que manifiestan en cualquier parte del mundo su desacuerdo con el poder regente, instaurado en ocasiones a fuerza de falsas promesas, cuando no de opresión.
Finalizando éste recorrido, pero consiente de los tiempos extraordinarios que actualmente se viven en Venezuela y en el mundo, que sea otro afamado de las letras el que ayude a levantar los ánimos, o al menos, a hacerlos más resistentes. Miguel Hernández, poeta español, escribió en los años treinta algunas obras como como “El Silbo Vulnerado”. De éste poema es la cita que ahora se leerá, un fragmento apenas, en el que Hernández habla de su propio dolor, de su negativa a la sonrisa, incluso bienintencionada de su hermana al atenderlo. En el presente momento, del español solo amerita (por ahora) leer esto: “Gozar y no morirse de contento, / sufrir y no vencerse en el sollozo: / ¡Oh, que ejemplar severidad del gozo/ y qué serenidad del sufrimiento!”
La ventaja de la poesía frente a otros géneros literarios es, tal vez, la libertad que da al lector para interpretar su significado. Aquí yace una lección importante para los momentos difíciles, pues no “vencerse en el sollozo” implica la plena y férrea convicción de la finitud de todo desagrado y malestar. Significa que toda acción con la que se pretende disminuir el ejercicio de la libertad, la justicia, en fin, de la propia dignidad humana, aun cuando pueda dejar cicatrices como de hecho las ha dejado en el pasado, no es una acción duradera, no mientras exista quien brinde parte de su tiempo en formarse una opinión de la verdad como lo hiso la “Vengadora de las Mujeres”; se avoque a denunciar la irresponsable destrucción de toda noción de justicia por parte del Estado como Émile Zola; o sea escudo de esa misma justicia, cual Cicerón.
Autor:
Abg. Maro Aurelio Hernández Bethermy
Foto: Pixabay