Miércoles, 05 de junio, 2019

Estos intentos de tomar medidas drásticas contra la dignidad humana básica tienen como fin disuadir a otras personas de actuar en defensa de los derechos humanos. Es indignante que los gobiernos, que han incumplido totalmente sus obligaciones respecto de quienes buscan seguridad, tengan en su punto de mira a personas compasivas que se ven impulsadas a ayudar a otras


La semana pasada, cuando comenzó el juicio contra Scott Warren, voluntario de ayuda humanitaria que puede ser condenado a 20 años de prisión por dar comida, agua y otros artículos a personas migrantes que atravesaban Arizona, recordé las palabras de un refugiado al que conocí en Calais. Era el primer día de la demolición del campamento de la Jungla, en octubre de 2016, y me había topado con un pequeño pero milagroso jardín rodeado de una cerca blanca. Un joven, Jamal, me invitó a pasar. Entre los macizos de flores —junto a los que pasaba una riada constante de personas cargadas de bultos— me dijo que su jardín no era lo único bello de la Jungla. “Aquí han florecido muchas amistades”, dijo. “Y muchas personas han venido aquí sólo para ayudarnos. Eso es algo muy bello”.

En su punto álgido, el campamento de Calais albergó aproximadamente a 10.000 personas. A pesar de su tamaño, nunca tuvo condición jurídica como campamento de personas refugiadas y recibía muy poca ayuda o apoyo humanitario oficial. Para llenar el vacío, acudieron a ayudar cientos de personas voluntarias humanitarias y defensoras de los derechos humanos que proporcionaron servicios esenciales repartiendo comidas, mantas, ropa y productos de higiene personal, además de vigilar la conducta de la policía hacia quienes vivían en el campamento.

La demolición del campamento no acabó con el drama de las personas refugiadas y migrantes de Calais, y la situación se ha hecho también cada vez más difícil para los voluntarios y voluntarias que quieren ayudar.

Aunque algunas personas refugiadas y migrantes fueron alojadas en diferentes partes de Francia, muchas más siguen llegando y viviendo en torno a Calais y Grande-Synthe, un suburbio de Dunkerque. En la actualidad hay más de 1.200 personas refugiadas y migrantes —entre ellas menores no acompañados— repartidas en todo el norte de Francia. Viven en tiendas y campamentos informales; no tienen acceso habitual a comida, agua, saneamiento, refugio o asistencia jurídica, y sufren periódicamente desalojos, acoso, abusos y violencia a manos de la policía

En estas circunstancias, el papel de los defensores y defensoras de los derechos humanos que les ofrecen apoyo como voluntarios es crucial. Pero dar de comer al hambriento y calor a quien carece de techo se ha convertido en una actividad cada vez más arriesgada. Las autoridades, en lugar de reconocer la importancia de su labor, tratan a los defensores y defensoras de los derechos humanos como metomentodos, alborotadores e incluso delincuentes.

Un informe publicado el año pasado por cuatro organizaciones concluyó que, entre noviembre de 2017 y junio de 2018, se habían producido 646 casos de abusos y acoso policial contra voluntarios y voluntarias. Este año se han registrado 72 casos, pero es probable que la cifra real sea mucho más alta.

Una nueva investigación que publica hoy Amnistía Internacional revela que, para muchas personas que defienden los derechos humanos, los actos de intimidación, las amenazas de detención y los abusos se han convertido en parte integrante de su trabajo cotidiano.

Charlotte Head, voluntaria de Human Right Observers, contó que, en junio de 2018, cuando estaba filmando a cuatro policías que perseguían a una persona extranjera en Calais, la policía la empujó con violencia hasta arrojarla al suelo y trató de asfixiarla.

El mes pasado comenzó el juicio contra Tom Ciotkowski, voluntario británico que grabó con su teléfono a la policía antidisturbios francesa cuando impedía que voluntarios y voluntarias repartieran comida a las personas migrantes y refugiadas en Calais. Tom podría ser condenado a cinco años de prisión. Cuando cuestionó la violenta actuación de un policía contra una voluntaria, fue acusado de desacato y agresión.

Otro defensor de los derechos humanos, Loan Torondel, está en espera de que se resuelva su recurso contra la sentencia condenatoria por difamación que le fue impuesta por tuitear una foto de dos policías de pie frente a una persona desalojada en Calais.

“Este no es un entorno laboral sostenible”, me dijo Loan la semana pasada. “Me siento atrapado entre las acuciantes necesidades de la gente a la que intento ayudar y la intimidación de las autoridades francesas que tratan de obstaculizar las actividades humanitarias y califican nuestro trabajo de delito”.

El enjuiciamiento de quienes ayudan a las personas refugiadas y migrantes ha dado a luz a un nuevo oxímoron: los “delitos de solidaridad”, que es objeto de muchos debates ante los tribunales. En 2018, una resolución del Consejo Constitucional de Francia reconoció que el “delito de solidaridad” no se ajustaba a la Constitución francesa y declaró que el principio de “fraternité” (fraternidad) protege la libertad de ayudar al prójimo por razones humanitarias, con independencia de su condición migratoria. A pesar de esto, las autoridades francesas siguen teniendo en su punto de mira a los y las activistas que ayudan a las personas refugiadas y migrantes en el norte del país.

La criminalización de la solidaridad no se limita a Francia. Es parte de una inquietante tendencia en la que se ataca a las ONG y se estigmatiza a quienes muestran compasión. Un estudio de Open Democracy publicado este mes concluye que, en los últimos cinco años, han sido detenidas o criminalizadas 250 personas de toda Europa por proporcionar comida, albergue y transporte a personas migrantes y realizar otros “actos básicos de bondad humana”.

En Gran Bretaña, las 15 personas de Stansted que intentaron impedir un vuelo de deportación fueron procesadas en aplicación de la legislación antiterrorista y, en Hungría, facilitar ayuda y apoyo a personas refugiadas y migrantes es ya delito. La imposición de medidas enérgicas en Croacia ha hecho que las ONG ya no puedan trabajar en absoluto en centros de personas refugiadas y migrantes. En el Mediterráneo, se confiscan los barcos de quienes salvan vidas en el mar, a quienes se acusa de “fomentar la inmigración ilegal” e incluso de “tráfico de personas”.

Estos intentos de tomar medidas drásticas contra la dignidad humana básica tienen como fin disuadir a otras personas de actuar en defensa de los derechos humanos. Es indignante que los gobiernos, que han incumplido totalmente sus obligaciones respecto de quienes buscan seguridad, tengan en su punto de mira a personas compasivas que se ven impulsadas a ayudar a otras. Pero sigue habiendo personas que se inscriben como voluntarias y defensoras de los derechos humanos, y en el norte de Francia aún hay una fuerte presencia de personas que no permitirán que las amenazas de la policía las disuadan de mostrar simple humanidad.

Hace dos años y medio vi entrar en la Jungla a las excavadoras. Las imaginé aplastando la cerca blanca y arrasando el jardín que con tanto amor cuidaba Jamal. Pero aunque se pueden demoler los campamentos y derribar las tiendas, no es tan fácil destruir la solidaridad.

Stefan Simanowitz es director para el trabajo con medios de comunicación en Europa de Amnistía Internacional y observó el desalojo del campamento de la Jungla en 2016.